Carolyn Steel: “Damos por hecho la comida en las ciudades”
Carolyn Steel es arquitecta pero lleva gran parte de su carrera transitando un camino alternativo: la comida y su relación con las sociedades. ¿Cómo comemos? ¿Por qué lo hacemos como lo hacemos? ¿Es sostenible? ¿Cómo ha cambiado la industria alimentaria nuestras ciudades? ¿Cocinar y dedicar tiempo a alimentarnos puede ser un acto revolucionario? ¿Damos por hecho la comida en los países industrializados? Su primer libro, 'Ciudades hambrientas', causó un gran revuelo en 2008 pero ha vuelto a la palestra ante la crisis climática y los debates sobre el origen industrial de nuestra alimentación. Además, acaba de publicar 'Sitopia' (de momento, sin traducción al español) en el que, con una visión realista pero optimista, desgrana qué pasos podemos dar para salvar al planeta de su destino ecológico a través de los alimentos.
¿Cuáles son los grandes retos para la alimentación en las urbes de hoy?
El libro que acabo de publicar, 'Sitopia', incide sobre una gran idea: las preguntas “¿cómo vivimos?” y “¿cómo comemos?” son, en el fondo, el mismo interrogante. Es por ello que cuando reflexiono sobre los retos de la alimentación en las ciudades de hoy en día, me pregunto por el hecho de vivir en las ciudades ya que nos enfrentamos al mismo tipo de desafíos: ¿cómo equilibramos nuestra relación con la naturaleza? ¿y con otros seres humanos? Así la comida se convierte en la respuesta, ya que es lo que nos une tanto con la naturaleza como con la sociedad.
Como seres humanos, nuestro gran reto es vivir bien en un planeta sano. Hace unas décadas, no nos planteábamos esta cuestión, pero la crisis climática supuso un cambio radical y nos obligó a preguntarnos: cómo vivimos en el mundo, cómo podemos vivir bien, y cómo podemos hacerlo de manera sostenible. Todas mis lecturas (que no son pocas) de los últimos años me llevan a pesar que el gran reto es ajustarnos una nueva idea de lo que es una “buena vida” (este sería el primer gran desafío, de carácter social).
Actualmente, todavía tenemos el concepto de “la buena vida” que heredamos del siglo XIX (a partir de la Revolución Industrial): la naturaleza es gratuita e infinita y podemos usar la tecnología para mandar en ella y para someterla a nuestra voluntad.
Esto, obviamente, ni es así ni puede seguir pasando. Entonces, ¿cuál debería ser la idea de una buena vida ahora? En un plano existencial, hemos obtenido un gran aprendizaje durante la pandemia del COVID-19: aquellas personas con un trabajo esencial encontraron un sentido profundo en sus labores (enfermeras, agricultores, dependientes de tiendas de bienes básicos...), pese a las pésimas condiciones laborales y la dureza de encontrarse en la primera línea de batalla contra la enfermedad; pero otras muchas personas se dieron cuenta de que a eso a lo que habían dedicado tantas horas de su vida previamente, carecía de significado, no aportaban nada ni a la sociedad ni a ellos mismos (un fenómeno de desencanto existencial que ya aventuró David Graeber en su libro 'Bullshit Jobs'.
Además, nos encontramos en medio de una crisis climática sin precedentes (he aquí el segundo gran desafío, el ecológico). Hemos heredado la fórmula de la Revolución Industrial, cuando el sistema de alimentación comenzó a industrializarse, aparecieron los productos agrícolas químicos, el monocultivo, la exportación e importación todo tipo de alimentos... Es decir, hemos externalizado el verdadero coste de nuestra propia vida. Y esto es, exactamente, lo que hemos hecho con los alimentos: la agricultura industrial ha creado la ilusión de los alimentos baratos. Ahora bien: la comida barata no existe, es una creación artificial que aparece tras la producción masiva devastando territorios, contaminando el aire que respiramos, provocando la extinción de especies...
No podemos tratar este asunto sin hablar de la sociedad, ya que hemos basado nuestro día a día y nuestras rutinas entorno a la comida barata. Y aquí entra el tercer desafío, uno de cariz político: se sigue decidiendo sobre las leyes y los impuestos para mantener esa ilusión de la comida barata, pese al coste energético, logístico y de personal que supone. Es una elección meditada de los gobiernos, es un paso consciente permisivo con la industria. Evidentemente, cada país tiene su sistema pero, de lo que no hay duda, es de que los gobiernos tienen miedo de decirle a la gente qué deberían comer y que deberían pagar más por lo que comen. Los políticos han dejado de lado la responsabilidad de alimentar a la gente y han permitido que la industria se dedique a alimentarla.
En definitiva, el gran reto es redefinir nuestro concepto de una buena vida y, en él, deberíamos incorporar el coste real de la comida, ya que el sistema que nos lleva a ese 'abaratamiento' está destrozando el planeta, causando la crisis climática y llevando a una extinción sin precedentes.
¿Cómo definiría el concepto 'alimentación sostenible'?
Se trata de comida que puedes producir sin estropear el paisaje, sin explotar a los trabajadores ni a los animales, extrayendo la cantidad adecuada pero dejando la capacidad y el tiempo para que la tierra se regenere de manera natural. Es decir, respetando el equilibrio natural y ayudándonos de la tecnología de manera respetuosa. Volviendo otra vez a David Graeber, en una de sus últimas publicaciones ('The Dawn of Everything') trata la histórica relación de las sociedades con su entorno. En época del Imperio Romano ya se debatía la incapacidad de las ciudades de alimentarse a sí mismas (es lo que yo llamo “la paradoja urbana”). En nuestros días, la respuesta a esta paradoja es clara: casi ninguna ciudad podría alimentarse de lo que generaría, no tenemos capacidad.
Así que 'alimentación sostenible' es el tipo de alimentación que no comprometa la capacidad de las futuras generaciones de alimentarse.
Y esto nos lleva a un interrogante: ¿cuando mis nietos sean mayores, podrán alimentarse como lo hacemos nosotros? Estamos ante una relación emocional con el tiempo con la que podemos identificarnos y que nos abre los ojos: no hay nada que vaya a durar para siempre ni nada que vaya a estar bien siempre; y el sistema de alimentación industrial en el que estamos inmersos tiene los días contados.
Lo que podemos hacer ahora es volver a la base para aprender, estudiando esos sistemas de alimentación tradicional que eran sostenibles por definición. Hablo de consumir de una manera más regional, más estacional y que funcione de manera orgánica respetando los tiempos del suelo y de los cultivos. Y no nos olvidemos de lo esencial: proteger nuestro entorno, la vida silvestre y respetar el tiempo de regeneración de los suelos, es sinónimo de salud.
Como analiza en su último libro, 'Sitopia', existe un creciente interés por la alimentación sostenible, pero ¿podemos cultivar suficientes alimentos mediante prácticas orgánicas?**
Hay una cantidad ingente de información al respecto así que es difícil resumirlo. Pero sí se puede inferir que tenemos que comer menos carne y menos lácteos, al menos la mitad de manera global. Sin embargo, no debemos dejar de comer carne de manera radical y en conjunto, ya que algunos animales pertenecen al sistema de regeneración agrícola, que es un fenómeno de la naturaleza. ¿De qué se trata, entonces? De reducir nuestra ingesta de carne y lácteos y consumir más vegetales pero, sobre todo, de hacerlo mejor, de producir de manera consciente: poniendo sobre la mesa, por ejemplo, la recuperación del pastoreo, maximizando así la fertilización natural de la tierra y enriqueciendo el suelo de manera orgánica; y teniendo en cuenta los desperdicios, reduciendo la comida que tiramos.
Con respecto a los residuos, reproduzco la reflexión del gurú del food waste Tristram Stuart: “la razón por la que tiramos comida en las naciones industrializadas es porque no la valoramos”. En cambio, la razón por la que se desperdicia en las naciones no industrializadas es por la falta de capacidad de infraestructura para poder almacenarla de la manera adecuada (no es porque no la valoren). Y he aquí la ironía que se crea cuando se industrializa la alimentación: que se deja de valorar y la tiramos, pese a que nuestro propio sistema tenga los recursos suficientes para no hacerlo. ¿Pasaría esto si ese producto fuera más caro, si tuviese el valor económico adecuado?
Entonces, consumiendo la mitad de carne y la mitad de lácteos y reduciendo el food waste a la mitad (y teniendo en cuenta las previsiones de desgaste de la tierra en los próximos años) podríamos conseguir alimentar al 80% de la población de manera totalmente ecológica y sin incrementar de manera dramática la extensión de tierra cultivable (ya que el cultivo de vegetales requiere menos espacio que el ganado). Y tengamos en cuenta las propiedades de la tierra: si cultivamos de forma sostenible y respetando las temporadas y los productos de cada zona, el suelo se vuelve más productivo porque trabajas mano a mano con el entorno y aumenta la resiliencia del lugar. Esto es cultivo local.
¿Cómo reconectar la ciudad con su entorno? ¿Cómo acercarnos a esa 'Sitopia', a ese concepto de 'salvar el mundo a través de la comida'?
No dando la comida por hecho y otorgando el verdadero valor que tienen los alimentos. Así, se convertirían en lo más preciado de nuestra vida (que ya debería de serlo, porque si no comemos morimos). Pensemos en lo que esto significa: la única comida que puede salvar el planeta es la local, de temporada, artesanal, producida sin destrozar el paisaje, sin abusar de personas o animales y sin gastar una locura de energía en producción o en transporte...
Es decir: revalorizar el coste de la comida es una manera de acercarnos al campo y de calibrar la relación de la ciudad con su entorno. Si pagas el verdadero coste de la comida, incluirías en el precio cuestiones como el transporte, la contaminación o, incluso, la salud mental del granjero... Por ello, en el fondo, acabaría siendo más barato que todo el coste de una producción industrial, de macrogranjas, a costa de la destrucción de ecosistemas como el Amazonas (https://www.eldiario.es/sociedad/arde-arbol-amazonia-coma-cerdo-macrogranja-espana_1_8665089.html). Y sería una sencilla forma de estimular las economías locales.
A mayores, habría que revisar las leyes y el sistema impositivo. Por ejemplo, en Londres, existe un cinturón verde, una gran extensión protegida de tierra cultivable en los alrededores de la ciudad que, actualmente, no bastaría para alimentar a la capital... ya que no es así cómo funciona la economía. Pero podría y debería. Otro buen ejemplo podría ser 'Garden City', preservando las tierras de cultivo a las afueras de las urbes en pequeños núcleos habitacionales perfectamente comunicados entre sí (Steel se refiere al modelo de Ebenezer Howard de 1902, 'Garden Cities of Tomorrow', un semillero de ciudades-estado semi-independiente de Londres que funcionaría como proveedor de alimentos. El modelo fracasó “porque Howard hizo falsas suposiciones sobre lo que la gente realmente quería: más que sentirse bien con ellos mismos, los inversores de Howard querían ganar dinero; más que dirigir su propia ciudad-estado, la gente sólo quería un lugar agradable para vivir”, como escribe la propia Steel en 'Sitopia').
En resumen, se trata de ofrecer más opciones de producción local al consumidor (mercados, pequeños ultramarinos...) y hacerlo cómodo, accesible, para todos los habitantes. Porque como vecinos, respondemos al 'paisaje alimenticio' de nuestra ciudad; es decir, que es más sencillo comer bien en un país con una buena tradición culinaria, donde existe una buena oferta de productos al alcance de todos.
Si “las ciudades son lo que comen” (como dice en 'Ciudades Hambrientas'), ¿qué son actualmente, entonces?
Son máquinas creadoras de “pseudo alimentos” altamente procesados, producidos en fábrica; ya no somos ciudadanos, somos consumidores. Vivimos en una sociedad cuya lógica nos lleva a votar con nuestro gasto y nuestro consumo. Ser humano no es consumir: necesitamos crear, pensar, imaginar, cultivar, comunicar, empatizar... la ciudad se ha vuelto un centro de consumo, antes que nada.
¿Cómo se imagina la ciudad ideal del futuro?
La llamaría 'nido humano', más que ciudad, una terminología que nos lleva a un concepto más orgánico, más vivo. No concibo una ciudad del futuro sin naturaleza, bien sea en forma de granjas, de jardines... Deberían, además, ser ciudades muy conectadas con su región (tanto a nivel infraestructura como a nivel político). Y por último, la interacción pública, la gran importancia del espacio colectivo y la vida pública; la comida atrae a la gente al espacio físico (por ejemplo, a los huertos urbanos, que generan comunidad y dedicación; los mercados de productos frescos, que atraen a la gente, que animan a salir de casa y a interactuar...). Es decir, la ciudad del futuro presentaría el equilibrio perfecto entre sociedad y naturaleza.
¿Cuál es la relación entre la comida y la arquitectura?
Son conceptos íntimamente relacionados: lo que haces como arquitecto es generar espacios en los que las personas puedan prosperar, construyes lugares en los que una buena vida pueda suceder y desarrollarse.
La alimentación te lleva a la parte natural, a la necesidad de comer para sobrevivir (es vida, es naturaleza, son los animales, los humanos, lo orgánico... ); la arquitectura, te conduce a la creatividad, a la imaginación y a la belleza, y a cómo podemos hacerlo de una manera maravillosa. Es otra dimensión más allá de la supervivencia. Pero ambas, en conjunto, sirven para responder a la gran pregunta: ¿cómo generamos las condiciones para que todas las personas (y reitero, todas) puedan prosperar?